Por qué este blog

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La televisión en colores es sin duda algo más divertido que ese método genético de reproducción tan arriesgado, y que adoptamos como nuestro. ¡Ah, que mundo hermoso!

Samuel Delany, La intersección de Einstein

sábado, 16 de noviembre de 2013

Cuento


Castigo


Jeremías caminaba sin pausa, subiendo por las galerías en espiral que giraban lentamente hacia su izquierda. La pendiente era suave, casi imperceptible pero el enorme radio de la curva daba lugar para que cada vuelta sirviera de techo a la anterior a más o menos dos veces su altura.
Interminable galería hacia arriba y hacia abajo. Al frente, la misma galería, media vuelta adelante. Si la vista subía o bajaba, la misma galería, varias vueltas y media adelante, o atrás. A la izquierda, un vacío sin límites. A la derecha, las celdas.
En vano intentaba hallar una marca. O dejarla. Los zapatos no dejaban huella en el granito pulido; las manos no arañaban las paredes de marmol; las infinitas rejas de las celdas no hacían ruido al golpearlas. Adentro una oscuridad insondable ocultaba a sus compañeros de infortunio.
Porque él no era el único habitante de este vacío sin límites. Estaba seguro de que en alguna parte, en el interior de las celdas o, como él, en las mismas galerías, otros sufrían el mismo tormento. O tal vez, sus tormentos específicos. No podía verlos ni oírlos, pero sentía su presencia como un castigo adicional.
Alguien habría dispuesto este castigo, pero ese alguien no estaba aquí en las galerías ni en las celdas.
También había otras presencias, que eran sólo miradas. Miles de pares de ojos vigilándolo desde donde él no podía verlos.
Vigilándolo a él. No sabía si también a los otros; tal vez los otros tenían su propio flagelo. El suyo eran esas miradas. Esos pares de ojos, se repitió.
Pero no sabía que fueran pares, era sólo una suposición sin fundamento. Eran ojos, eran miradas, miradas, miradas; sin ninguna pauta discernible, pero no al azar. Cuidadosamente ordenadas según una ley que se le escapaba. Según una ley que estaba condenado a no conocer, lo sabía. Siempre lo había sabido, desde ese tiempo inmemorial en que él era mirada, ansiaba ser mirado, moría por ser mirado, pecaba para ser mirado.

Se decía que la galería no podía ser infinita. Pero el tiempo de la recorrida bien podía serlo. Bastaría con que se cerrara sobre sí misma, volviendo a empezar todo el tiempo. Mordiéndose la cola. ¿Pero qué cola? ¿Dónde había algo que indicara la cabeza?
No lo había: siempre la misma monótona espiral levemente curvada hacia la izquierda. Siempre subiendo, creía, suavemente.
Para no pensar en la infinitud; obedientemente oblaba, en su imaginación, el precio de esa finitud recurrente en la que nunca podría pagar una vuelta. Contar una vuelta, corrigió. Pagar una vuelta, volvió a corregir. Ese era el problema. Cómo pagar lo que fuera en este universo sin marcas. En este tiempo sin más escansión que sus pasos. Si es que estos escandían algo: silenciosos, sin huella, sin compás, sin alternancias otras que derecha, izquierda, derecha, izquierda, derecha … y así sin límite por días, por años, por siglos, por la eternidad.
No, no era la eternidad. La eternidad es el paraíso adonde van los justos. La eternidad no es un lugar de sufrimiento y él estaba allí sufriendo un castigo indecible por una falta que no podía poner en palabras, pero que sabía presente allí, en su interior. En ese interior que era la única distinción en el océano de nada. No era la eternidad, era el infierno. El infierno con su tiempo. Si la vida en la tierra es temporal, la vida en el infierno es peor: lo temporal sin remedio.
Pero tampoco era el infierno. Si hubiera sido el infierno, lo hubiera sabido de seguro, porque habría habido juicio antes del castigo. Y él no había sido juzgado. Sólo la insinuación de juicio futuro, más adelante en los siglos, o en los eones.
Un juicio pendiente para un instante inconmensurable, que de ningún modo era una brecha, siquiera virtual, en la continuidad del tiempo. Un juicio que apenas dejaba lugar a la esperanza;  poco para servir de consuelo, lo bastante para mantenerse delante de él como la zanahoria delante del burro: la remota esperanza de ser inocente.
Muy remota. Sabía íntimamente que era culpable, Y ni siquiera podía arrepentirse. No sabía de qué.
Así, sutilmente, estaba atado a ese tormento interminable, en un tiempo sin fin, en un espacio sin límites. Ni siquiera sin esperanza. Con ese mínimo de esperanza que hacía el dolor más insoportable: esperando el instante.
Esperando el instante en el que seguramente se condenaría. En el que casi seguramente se condenaría; el casi, estaba ahí para aumentar el sufrimiento. Ni siquiera la certeza de la condena.
¿Y si se declarara culpable?
Lo sabía si se declarara culpable, entonces otra vez a vagar por estas galerías, presintiendo otras presencias, sintiendo la impiadosa red de las miradas, esperando el instante en que su nombre fuera pronunciado, para declararse culpable o inocente.
Esperando el instante. Lo súbito.
Entonces ocurrió: lo súbito. Una voz desde ninguna parte llamó: Jeremías Bentham !!!!
Y desde su interior, dándose vuelta como un guante, Jeremías dictó su propio veredicto.

Caminaba sin pausa, subiendo por las galerías en espiral que giraban lentamente hacia su izquierda; presintiendo otras presencias; sintiendo la impiadosa red de las miradas; esperando el instante …

Car.
Buenos Aires, diciembre de 1990.

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