Castigo
Jeremías
caminaba sin pausa, subiendo por las galerías en espiral que giraban lentamente
hacia su izquierda. La pendiente era suave, casi imperceptible pero el enorme
radio de la curva daba lugar para que cada vuelta sirviera de techo a la anterior
a más o menos dos veces su altura.
Interminable
galería hacia arriba y hacia abajo. Al frente, la misma galería, media vuelta
adelante. Si la vista subía o bajaba, la misma galería, varias vueltas y media
adelante, o atrás. A la izquierda, un vacío sin límites. A la derecha, las
celdas.
En
vano intentaba hallar una marca. O dejarla. Los zapatos no dejaban huella en el
granito pulido; las manos no arañaban las paredes de marmol; las infinitas
rejas de las celdas no hacían ruido al golpearlas. Adentro una oscuridad
insondable ocultaba a sus compañeros de infortunio.
Porque
él no era el único habitante de este vacío sin límites. Estaba seguro de que en
alguna parte, en el interior de las celdas o, como él, en las mismas galerías,
otros sufrían el mismo tormento. O tal vez, sus tormentos específicos. No podía
verlos ni oírlos, pero sentía su presencia como un castigo adicional.
Alguien
habría dispuesto este castigo, pero ese alguien no estaba aquí en las galerías
ni en las celdas.
También
había otras presencias, que eran sólo miradas. Miles de pares de ojos
vigilándolo desde donde él no podía verlos.
Vigilándolo
a él. No sabía si también a los otros; tal vez los otros tenían su propio
flagelo. El suyo eran esas miradas. Esos pares de ojos, se repitió.
Pero
no sabía que fueran pares, era sólo una suposición sin fundamento. Eran ojos,
eran miradas, miradas, miradas; sin ninguna pauta discernible, pero no al azar.
Cuidadosamente ordenadas según una ley que se le escapaba. Según una ley que
estaba condenado a no conocer, lo sabía. Siempre lo había sabido, desde ese
tiempo inmemorial en que él era mirada, ansiaba ser mirado, moría por ser
mirado, pecaba para ser mirado.
Se
decía que la galería no podía ser infinita. Pero el tiempo de la recorrida bien
podía serlo. Bastaría con que se cerrara sobre sí misma, volviendo a empezar
todo el tiempo. Mordiéndose la cola. ¿Pero qué cola? ¿Dónde había algo que
indicara la cabeza?
No
lo había: siempre la misma monótona espiral levemente curvada hacia la
izquierda. Siempre subiendo, creía, suavemente.
Para
no pensar en la infinitud; obedientemente oblaba, en su imaginación, el precio
de esa finitud recurrente en la que nunca podría pagar una vuelta. Contar una
vuelta, corrigió. Pagar una vuelta, volvió a corregir. Ese era el problema.
Cómo pagar lo que fuera en este universo sin marcas. En este tiempo sin más
escansión que sus pasos. Si es que estos escandían algo: silenciosos, sin
huella, sin compás, sin alternancias otras que derecha, izquierda, derecha,
izquierda, derecha … y así sin límite por días, por años, por siglos, por la
eternidad.
No,
no era la eternidad. La eternidad es el paraíso adonde van los justos. La
eternidad no es un lugar de sufrimiento y él estaba allí sufriendo un castigo
indecible por una falta que no podía poner en palabras, pero que sabía presente
allí, en su interior. En ese interior que era la única distinción en el océano
de nada. No era la eternidad, era el infierno. El infierno con su tiempo. Si la
vida en la tierra es temporal, la vida en el infierno es peor: lo temporal sin
remedio.
Pero
tampoco era el infierno. Si hubiera sido el infierno, lo hubiera sabido de
seguro, porque habría habido juicio antes del castigo. Y él no había sido
juzgado. Sólo la insinuación de juicio futuro, más adelante en los siglos, o en
los eones.
Un
juicio pendiente para un instante inconmensurable, que de ningún modo era una
brecha, siquiera virtual, en la continuidad del tiempo. Un juicio que apenas
dejaba lugar a la esperanza; poco
para servir de consuelo, lo bastante para mantenerse delante de él como la
zanahoria delante del burro: la remota esperanza de ser inocente.
Muy
remota. Sabía íntimamente que era culpable, Y ni siquiera podía arrepentirse.
No sabía de qué.
Así,
sutilmente, estaba atado a ese tormento interminable, en un tiempo sin fin, en
un espacio sin límites. Ni siquiera sin esperanza. Con ese mínimo de esperanza
que hacía el dolor más insoportable: esperando el instante.
Esperando
el instante en el que seguramente se condenaría. En el que casi seguramente se
condenaría; el casi, estaba ahí para aumentar el sufrimiento. Ni siquiera la
certeza de la condena.
¿Y
si se declarara culpable?
Lo
sabía si se declarara culpable, entonces otra vez a vagar por estas galerías,
presintiendo otras presencias, sintiendo la impiadosa red de las miradas,
esperando el instante en que su nombre fuera pronunciado, para declararse
culpable o inocente.
Esperando
el instante. Lo súbito.
Entonces
ocurrió: lo súbito. Una voz desde ninguna parte llamó: Jeremías Bentham !!!!
Y
desde su interior, dándose vuelta como un guante, Jeremías dictó su propio
veredicto.
Caminaba
sin pausa, subiendo por las galerías en espiral que giraban lentamente hacia su
izquierda; presintiendo otras presencias; sintiendo la impiadosa red de las
miradas; esperando el instante …
Car.
Buenos
Aires, diciembre de 1990.
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